
En medio de la constante presión internacional, muchas voces acusan a la República Dominicana de racismo por su política de deportaciones hacia ciudadanos haitianos en situación migratoria irregular.
Sin embargo, es necesario precisar que deportar a una persona por encontrarse ilegalmente en un territorio no equivale a perseguirla por su color de piel.
La ilegalidad migratoria es un estatus legal, no un rasgo racial. Y en este punto, la República Dominicana actúa, como lo haría cualquier Estado soberano, en defensa de sus leyes y fronteras.
Incluso, casos altamente sensibles, como las deportaciones de mujeres recién paridas, deben analizarse en su justa dimensión. Si bien es indispensable garantizar condiciones humanas y dignas durante todo proceso migratorio, el hecho de haber dado a luz no exime automáticamente a nadie de la aplicación de la ley migratoria.
El problema de fondo, sin embargo, no es dominicano. Culpar a los dominicanos de la miseria haitiana es ignorar siglos de historia, saqueo y manipulación internacional. La República Dominicana no es responsable del colapso institucional, social y económico de Haití.
Es más, ha sido uno de los pocos países en la región que, aún con sus propias limitaciones, ha asumido una carga humanitaria inmensa ante la crisis haitiana.
Quienes acusan con ligereza deberían preguntarse: ¿quién provocó realmente el caos que hoy consume a Haití?
Estados Unidos tiene mucho que explicar. En 2004, Washington apoyó activamente el derrocamiento del presidente haitiano Jean-Bertrand Aristide, un líder popular que había iniciado reformas en favor de los más pobres y en contra de los intereses de élites locales y extranjeras. ¿Su pecado? Pretender cobrar impuestos a empresas extranjeras, mejorar salarios y fortalecer la educación pública.
Medidas que, al igual que ocurrió con Juan Bosch en República Dominicana en 1963, incomodaron a los poderosos de siempre.
Tras el derrocamiento de Aristide, Haití cayó en un abismo del cual aún no ha podido salir. Las bandas armadas, el vacío de poder, la falta de legitimidad institucional y la desesperación social son consecuencias directas de aquella intervención.
Y mientras tanto, Francia —la misma potencia colonial que exigió durante décadas pagos millonarios por la independencia de Haití— sigue sin asumir su cuota de responsabilidad histórica. Los haitianos pagaron durante más de un siglo una “deuda” por haberse liberado, y hoy el presidente Emmanuel Macron se atreve a opinar sin proponer ni resarcir nada.
Una pregunta incómoda: ¿a Estados Unidos realmente le interesa que Haití se recupere?
Un Haití empobrecido y caótico cumple varias funciones geopolíticas. Sirve de válvula de escape de población desesperada hacia el norte; justifica intervenciones humanitarias o militares que aseguran presencia estratégica en la región, y mantiene al Caribe en una inestabilidad que debilita la integración regional.
Lo que le convendría a Haití, y por extensión, a toda la isla, es un plan real de reconstrucción institucional, económica y educativa, liderado por haitianos y respaldado con justicia y no con intereses.
Justicia dominicana, el otro rostro de la impunidad
Pero la República Dominicana también tiene deudas consigo misma.
La práctica de los llamados “intercambios de disparos”, donde presuntos delincuentes mueren en enfrentamientos con la Policía sin pasar por juicio, representa una violación directa al debido proceso y al derecho a la vida.
Esta forma de justicia sumaria no puede ser normalizada ni aplaudida en un Estado de derecho.
Y aquí la responsabilidad recae sobre jueces, fiscales y el sistema de justicia en general.
Un aparato judicial débil, selectivo o complaciente crea condiciones para el abuso policial y para la criminalización de la pobreza, mientras la gran corrupción continúa intocable.
Ni Haití se salva sin asumir su soberanía y exigir cuentas a sus verdugos históricos, ni República Dominicana avanza si no se fortalece institucionalmente, sin caer en prácticas represivas o populistas.
Defender la legalidad migratoria no es racismo. Denunciar la injusticia extranjera no es xenofobia. Y señalar la podredumbre judicial no es antipatriotismo. Es simplemente, buscar justicia —para todos.
FUENTE: Portal Relámpago Informativo
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